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Andrew Levine · · · · ·
Los regímenes fascistas de los años 20 y 30 del siglo pasado fueron corporativistas, totalitarios y militaristas. Los capitalistas se aliaron con sus respectivos estados para llevar adelante una guerra de clases sin cuartel contra los trabajadores, sus partidos y sus sindicatos. Impusieron el orden a través de una autocrática mezcla de propaganda y represión. Para prosperar, el sistema se sirvió de la guerra o de la amenaza de la guerra. Fueron regímenes violentos, nacionalistas y racistas, como todos los fascistas.
Durante más de tres décadas, hemos vivido en los Estados Unidos, en el Reino Unido y, en menor medida, en Europa y otros sitios del planeta, bajo una suerte de equivalente funcional, más amable y gentil, del fascismo clásico. Paradójicamente, para este fascismo amable es la ideología del "libre mercado" la que desempeña un papel clave a la hora de apuntalar la alianza estado-capital. Las condiciones en las que este nuevo orden ha surgido han permitido limar algunos de los aspectos más chocantes del "fascismo" tradicional. Pero la guerra fascista contra la clase trabajadora perdura. Así como su ataque frontal a los valores e instituciones ilustrados que el movimiento obrero ha reivindicado siempre.
Es común que este tipo de regímenes sea calificado como "Reaganiano", si bien Ronald Reagan fue solo una de las numerosas figuras que participaron en su gestación y ejecución. Si se tiene en cuenta que Margaret Thatcher llegó antes al poder y fue ideológicamente más lúcida, quizás sería más pertinente utilizar la expresión "Thatcheriano". Pero dada la posición predominante de los Estados Unidos en el mundo y el papel subordinado del Reino Unido, es el nombre de Reagan el que ha quedado. Ya en los primeros días de la presidencia de Reagan, de hecho, Bertram Gross quedó marcado cuando calificó al régimen Reaganiano de "fascismo amable".
En los Estados Unidos, el Reaganismo no es un producto exclusivo del Partido Republicano. Se podría decir que comenzó – de manera tímida- en los últimos años de la administración Carter. Y sus más efectivos ejecutores han sido miembros del partido Demócrata: Bill Clinton y ahora Barack Obama. Obama, de hecho, es el último de una larga lista de Reaganianos.
Con sorprendente rapidez, y gracias a sucesos como los de Wisconsin y otros sitios, la bancarrota moral e intelectual del Reaganismo está quedando en evidencia para todo el que quiera verla. No es improbable, pues, que la era Reaganiana esté entrando en su fase final. El fascismo clásico fue aplastado militarmente. Sin embargo, algunas copias del mismo sobrevivieron durante décadas en la península Ibérica, en América Latina y en otros rincones del planeta. En países como Alemania o Italia, a medida que su fin se acercaba su capacidad de daño alcanzó niveles sin precedentes. No creo que el fascismo amable de nuestra época vaya a caer de manera tan abrupta y completa. O que su fin venga acompañado de buenas maneras. Hay regímenes que incluso en sus últimos estertores pueden causar mucho daño.
Gracias a los proféticos acontecimientos de Wisconsin, hay razones para confiar en que Obama – quien se avino a socializar con las grandes empresas de Silicon Valley mientras trabajadores y estudiantes lanzaban su histórica lucha en Madison, y quien visitó a los empresarios de Cleveland mientras los trabajadores de Ohio se movilizaban en Columbus- sea nuestro último presidente Reaganiano.
Por desgracia, no lo sabremos con certeza durante algún tiempo. Por ahora parece improbable que la dirigencia del Partido Republicano, rehén de sus idiotas útiles, sea capaz de ofrecer una alternativa plausible en la que un capitalista con dos dedos de frente pueda confiar. Así las cosas, Obama lo tendrá difícil para perder en 2012. Tampoco importa cuán evidente resulte a estas alturas que nuestro presidente "bipartidista" es en realidad un Republicano camuflado, ni con cuánta resolución sea capaz de hacer guiños a diestra y siniestra. Ningún demócrata se presentará en su contra (y no es que haya muchos capaces de ejecutar un guión significativamente diferente). Menos probable aún es la emergencia de un tercer partido. Apostar por sus candidatos sigue siendo visto como una forma de tirar el voto, y nadie medianamente sensato se arriesgará a que Scott Walker [actual gobernador de Wisconsin N.d.T.], o alguien de su calaña, resulte catapultado a las inmediaciones del poder.
Con este panorama, todo apunta a que las bases del Partido Demócrata se movilizarán por Obama una vez más. Uno querría pensar que, al menos, el trabajo organizado presionará a los Demócratas a cambio de su imprescindible apoyo. Pero si nos guiamos por el pasado, también esto es improbable. Hace tiempo que la mirada sindical es incapaz de trascender el mezquino horizonte del mal menor, y los viejos hábitos, no importa cuán ineficaces resulten, son difíciles de cambiar.
Con todo, no parece que haya mucho que temer. Al menos porque es difícil que los tan cacareados "independientes" por los que Obama y otros de su partido sacrifican los intereses de sus bases vayan a propinar a los Demócratas otra derrota. Del mismo modo que en 2006 y 2008 Bush y Cheney fueron enviados de los dioses, la alianza entre el Tea Party y los Republicanos acabará por encausar a algunos votantes "moderados" al redil del Partido Demócrata. Aunque los partidarios del mal menor carecen de razones para agitar el fantasma del voto útil, lo cierto, tristemente, es que las posibilidades de que una alternativa por la izquierda se materialice son ínfimas.
Mientras los trabajadores se muevan, en cualquier caso, hay motivos para la esperanza. Los principios con los que los Republicanos están comprometidos reflejan su catadura moral e intelectual, pero al menos los tienen. En cambio, los políticos Demócratas, comenzando por Obama, no son más que veletas. Paradójicamente, esta deserción moral es la que nos permite no desesperar y confiar en que el daño generado por el probable regreso de la tesis del mal menor en 2012 no sea tan grave. Para ello, no habría que escatimar esfuerzos en proponer programas que impugnen las auto-justificaciones que hacen posible el Reaganismo.
Ha llegado la hora de hacerse cargo de la inexorable colonización reaganiana de la esfera pública y de retomar principios que apelen a tradiciones arraigadas o a valores que en algún momento podían considerarse universalmente compartidos. Una manera de hacerlo sería atacar el tipo de "libre elección privada" que los Reaganianos, incluido Obama, defienden. La lucha de los trabajadores por conservar sus derechos de negociación colectiva ha mostrado el camino. Ha dejado al descubierto la vulnerabilidad del orden reaganiano.
En una cultura política más robusta que la nuestra, la resistencia a la privatización sería el resultado de una serie de esfuerzos dirigidos a impulsar una concepción de sociedad radicalmente mejor que la actual; a instalar una democracia real, que incluyera la democracia económica o, como muy pocos se atreven a decir, si no es de manera desaprobatoria, el socialismo. Nunca esta batalla ha sido más necesaria. Pero en una cultura degradada primero por el liberalismo de la Guerra Fría y más tarde por el flagelo del Reaganismo, una resistencia genuinamente conservadora a la privatización es quizás lo mejor a lo que podemos aspirar en el corto y mediano plazo.
He aquí tres grandes ámbitos en los que habría que revertir la noción Reaganiana de la libre elección privada:
1) Quizás la prioridad más urgente, teniendo en cuenta la opción de nuestro nobelizado comandante en jefe por guerras que exprimen el presupuesto, desestabilizan y propician el terrorismo, sería exigir que el servicio militar sea considerado otra vez como una responsabilidad pública. En otras palabras, que deje de ser una elección desesperada, como un trabajo mal pagado, para quienes carecen de mejores oportunidades en el mercado. Esta idea descansa en tradiciones estadounidenses muy arraigadas, y en una comprensión universalizable de lo que es justo.
En realidad, siempre hemos tenido ejércitos "voluntarios" para llevar a cabo proyectos colonialistas e imperiales en rincones del mundo que estaban vedados a los poderes europeos o en los que éstos no tenían interés. Pero en el siglo XX, cuando la superioridad tecnológica sobre los "nativos" dejó de ser suficiente, fue común echar mano al servicio militar obligatorio para conseguir la carne de cañón necesaria. Como la Guerra de Vietnam salió mal, el llamado a filas quedó grabado en la mente de toda una generación, así como en la de sus padres. Richard Nixon decidió ponerle fin e incorporó la conscripción por delegación (la "Vietnamización") y los llamados conscriptos económicos. Los presidentes Reaganianos han aportado a esta combinación letal mercenarios de diverso tipo. Todo esto ofende al sentido de justicia, y refuerza la vocación capitalista por la guerra permanente. En el mundo actual, los presidentes Reaganianos pueden emprender guerras sólo porque han conseguido privatizarlas. Es por eso que la desprivatización es más necesaria que nunca. Una vía concreta y potencialmente popular de avanzar hacia este objetivo consistiría en restaurar la conscripción universal, extendiéndola esta vez a todos los estadounidenses jóvenes, con independencia de sexo y sin ninguna de las no muy sutiles exclusiones de clase existentes en el pasado ¡A ver cómo se las arreglan los Reaganianos en un escenario así para "optar" por la guerra!
2) Acabar o al menos disminuir el peso de la "elección privada" en la atención sanitaria puede resultar ajeno a la práctica reciente en los Estados Unidos, pero en cambio está estrechamente ligado a una concepción ampliamente compartida que se remonta al menos a los días de Teddy Roosevelt. Además es una norma extendida en todo el mundo civilizado.
En lugar de defender las melifluas reformas de Obama (y las consiguientes prebendas a las compañías de seguro privadas y a la gran industria sanitaria) deberíamos luchar por un servicio médico público, no privado. En este campo existen muchos modelos que se podrían discutir y todo el mundo lo sabría si no fuera porque nuestro Reaganiano presidente se encargó de apartar esta posibilidad desde el inicio mismo de su "debate" sobre la sanidad. Irónicamente, sin embargo, en sus esfuerzos por aplacar a aquéllos más Reaganianos que él, Obama ha dicho que permitirá a los estados que emprendan sus propias iniciativas, sujetas a ciertas condiciones.
Los partidarios de un servicio público que elimine o al menos minimice los perniciosos efectos de las alternativas privadas deberían calibrar sus oportunidades en aquellos estados en los que el clima político sea favorable. Algo así pasó en el nivel provincial, en Canadá, y bien podría pasar aquí.
3) Por último está la educación. Las escuelas y universidades privadas existen desde los tiempos de las colonias, pero desde hace más de un siglo y medio, contamos también con un robusto sistema de educación pública. Colocarnos junto a, y no contra, los sindicatos de maestros y otros grupos para los cuales la educación pública es una prioridad – no como por las razones de "competitividad" que tanto preocupan a Obama y Arne Duncan, sino para forjar una ciudadanía democrática- puede ser una manera de regresar a donde estábamos y, a partir de ahí, avanzar. Salvo para los espíritus ignorantes partidarios del adoctrinamiento religioso – que siempre se puede obtener de manera privada, fuera de las horas de clase- o para aquellos quienes apuestan por los mecanismos tradicionales de formación de élites, el apoyo a una educación pública de calidad debería ser una cuestión por la que todos deberían apostar.
Hace años, Albert Hirschman llamó la atención sobre cómo, en las sociedades de mercado, quienes están insatisfechos con el funcionamiento de determinadas instituciones como las escuelas, pueden optar por la "salida", buscando formas alternativas, o quedarse e intentar cambiarlas a través del ejercicio de la "voz". Hoy es prioritario hacer esfuerzos para que las opciones de salida en materia educativa resulten más difíciles y para que sea más fácil y efectivo, en cambio, elegir la voz. Esto implica revertir la ofensiva Reaganiana en materia educativa no sólo mediante el fortalecimiento de la financiación de las escuelas y de las universidades públicas, sino también a través de la democratización de su funcionamiento.
La privatización y, de manera general, la mercantilización de todas las esferas de la vida, será nuestra perdición a menos que frenemos en seco la amenaza Reaganiana. En la medida en que lo consigamos, podremos retomar la tarea, abandonada en la cultura política dominante durante más de treinta años, de construir un mundo mejor. Los trabajadores de Wisconsin y de otros sitios nos están mostrando el camino. No debemos permitir que los últimos fascistas amables desbaraten sus esfuerzos y nos conduzcan al abismo una vez más.
Andrew Levine es Senior Scholar en el Institute for Policy Studies. Es autor de The Americna Ideolgy (Routledge) y Political Key Words (Blackwell), así como de muchos otros libros de filosofía política. Fue profesor en la University of Wisconsin-Madison.
Traducción para www.sinpermiso.info: Xavier Layret